Cuando enseñar también es conservar: los polinizadores y el aula abierta
Enseñar biología no debería quedarse entre cuatro paredes. La ciencia, para que se entienda, debe vivirse. Y pocas cosas permiten una conexión tan directa entre conocimiento, territorio y conciencia ecológica como observar cómo desaparecen —silenciosamente— los polinizadores de nuestro entorno.
En zonas como la campiña de Jerez o el Bajo Guadalquivir, los paisajes agrícolas han cambiado radicalmente. Se han transformado en enormes extensiones productivas donde apenas queda espacio para la flora silvestre. Sin flores, no hay abejas ni mariposas. Sin polinizadores, las plantas no se reproducen. Y sin plantas, el sistema entero empieza a tambalearse.
Esta actividad nace precisamente de esa preocupación. Pero no se queda en el diagnóstico. Propone acción. Se trata de una experiencia de ciencia ciudadana con los alumnos de 1º de Bachillerato, en la que aplican lo aprendido sobre reproducción vegetal y ecología a un caso real: la observación de la biodiversidad de polinizadores en los márgenes florales de caminos rurales.
Armados con fichas, móviles y muchas ganas, los estudiantes realizan un estudio transeccional recorriendo tramos de campo de mil metros. Cada cien, se detienen para anotar qué flores ven, qué insectos las visitan, cómo interactúan. Fotografían, registran, suben sus datos a Natusfera y, después, analizan resultados. No es solo una actividad puntual: es el inicio de una base de datos viva, año tras año, que permitirá observar cómo cambian las poblaciones de polinizadores en su entorno cercano.
Lo maravilloso es que no solo aprenden botánica o ecología. Aprenden a mirar. A leer el paisaje. A entender que lo que ocurre en los márgenes —de los caminos y de la sociedad— también importa. Y que, con sus propios ojos y acciones, pueden formar parte de algo más grande: conservar la vida.
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